Uno de los principales problemas en las conversaciones es la escucha. Generalmente se piensa que expresarse bien, con seguridad, con voz clara y hasta en alto volumen, es suficiente para conseguir una buena comunicación. Esta idea no toma en cuenta que la comunicación es de dos vías: hablar y escuchar.
Es muy común oír “mi espos@ no oye lo que le digo”; “a mi jefe no le interesa mi opinión” o “¿De qué sirve que le diga lo mismo?”.
Tom Peters enfatiza que una de las principales razones del bajo rendimiento del management norteamericano es el hecho de que el manager no escucha a sus empleados, ni a sus clientes, ni lo que está sucediendo en el mercado.
Peters recomienda «obsesionarse con escuchar». El problema, por supuesto, radica en ¿cómo hacerlo?, ¿en qué consiste saber escuchar?
La escucha es el factor más importante de la comunicación porque hablamos para ser escuchados y si esto no sucede, de ahí en adelante hay muchos caminos para enredarse en malos entendidos.
Entonces, si empezamos por escuchar a los demás, antes que pedir con desesperación ser escuchados, estaremos en el camino adecuado.
¿Cómo escuchar?
Para aprender a escuchar es necesario comprender que, así como percibimos los colores de acuerdo a nuestras capacidades biológicas, escuchamos de acuerdo a nuestras capacidades interpretativas. No nos limitamos a la percepción de sonidos cuando conversamos; estamos interpretando todo lo que oímos, es decir estamos escuchando.
Cuando estamos en una conversación, hasta el silencio se escucha, es decir, se interpreta. Imaginemos que hacemos una pregunta y no nos responden. Ese silencio es susceptible de ser interpretado de mil maneras: “me dijo que no”; “me dijo que sí”; “me desprecia”; “no entiende; va a mentir”. De igual forma, escuchamos, es decir, le damos sentido a las posturas del cuerpo, los gestos del rostro, el tono de voz.
Es en la interpretación en donde pueden iniciar los problemas de comunicación si nos dejamos llevar por nuestros juicios, si no sabemos bajar el volumen de nuestro diálogo interno.
El diálogo interno se refiere a estar elaborando la respuesta, juicio, opinión, corrección, o a cómo vamos a hablar de algo nuestro que la conversación nos trajo a la mente, en lugar de prestar atención a lo que se nos está diciendo.
Las historias que nos hacemos en la mente acerca de lo que se nos dice nos pueden producir problemas profundos en la comunicación. Generalmente no nos ocupamos de verificar si el sentido que le damos a lo que escuchamos corresponde al del interlocutor.
Es interesante que el concepto de diálogo interior ha sido abordado de tiempos inmemoriales: los budistas le llaman a ese fluir de ideas sin control “mente de mono” emulando su comportamiento, saltando de rama en rama, señalando miedos, chillando para que le hagamos caso. Cuando Santa Teresa escribió sobre la imaginación como “la loca de la casa” se refería al parloteo o diálogo interior que nos drena la energía inútilmente.
¿Qué se puede hacer para que ese monito, esa loca de la casa, nos dejen escuchar?
1. Concentrar la atención en la persona que habla:
En sus palabras, en su expresión corporal, en la intención, hacienda de lado juicios instantáneos.
2. Preguntar, indagar, con auténtica curiosidad o interés.
Preguntar lo que no sabemos. Hacer preguntas ponderosas (pronto hablaremos de ellas)
3. Verificar
Que lo que estamos entendiendo corresponde a lo que la persona está diciendo
Rafael Echeverría dice en su Ontología del Lenguaje:
“Para escuchar debemos permitir que los otros hablen, pero también debemos hacer preguntas. Estas preguntas nos permiten comprender los hechos, emitir juicios bien fundados y elaborar historias coherentes. Los que saben escuchar no aceptan de inmediato las historias que les cuentan. A menudo las desafían. No se satisfacen con un solo punto de vista. Están siempre pidiendo otra opinión, mirando las cosas desde ángulos diferentes. Como tejedores, producen historias que, paso a paso, permitirán ir distinguiendo con mayor claridad las tramas del acontecer”
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